Petit hommage a Georg Trakl (1887-1914)
A 100 años de perder el paraíso
Trakl en la decisión/indecisión de lo real, lo imaginario, lo obtuso, lo permanente. Es azul. ¿Es azul? La distancia entre tus párpados, ¿la distancia en tus ojos antes de partir hacia la muerte? Se funde tu voz con mi voz, con la estrella. Georg ¿Digo Georg o Shorsh?, como me corrigió en tu lengua un viejo bávaro que cruzó por mi camino. Shorsh tu canto blanco, tu ángel negro roto en mi boca. Trakl ante la indecisión de ser hombre, solo un hombre y su oscuridad. O dejar de serlo para convertirse en la Muerte, en SU muerte, y dejarnos observando a los pájaros devorar la carroña junto al lago, con tanta delicadeza, zozobra, que es imposible no compadecernos, no compadecerte en tu callado rostro. Trakl, Takl, Talk... háblame. Dime, tú, no otros, cómo es que te encontré. Entre cuántos has esparcido tu pesadumbre, tu desolación. En quiénes descargas hoy el rayo de tu dolor. Duerme Sebastián, duerme y sueña con tu corazón enmudecido. Duerme y sueña con los locos, el paraíso, o los murciélagos y descubre tu sombra que nace, nuevamente, en las cuencas de mis ojos. Trakl, viento que trae el repicar de la angustia. Sumérgete en el caracol. Engulle tu silencio y llena mi infancia de serpientes. Trakl, contigo nace la tristeza.
Siete cantos a la muerte
Azulada muere la primavera; bajo sedientos árboles,
camina un ser oscuro en el ocaso
escuchando la dulce queja del mirlo.
Silenciosa aparece la noche, con un venado sangrante
que se abate lentamente en la colina.
La húmeda brisa mece la rama del manzano en flor,
se desata plateado lo que estuvo unido,
muriendo con ojos nocturnos; estrellas que caen;
dulce canto de la infancia.
Iluminado bajó el durmiente por el bosque negro,
murmuraba una fuente azul en la distancia
cuando él levantó sus pálidos párpados
sobre su rostro de nieve.
La luna espantó un rojo animal
de su guarida,
y el oscuro lamento de las mujeres murió en suspiros.
Radiante levantó sus manos hacia su estrella
el blanco forastero;
y silencioso abandona un muerto la casa derruida.
Oh la imagen corrupta del hombre;
fundida con fríos metales,
noche y espanto de bosques sumergidos
y el ardor del animal solitario;
quietud de las corrientes del alma.
La barca sombría lo llevó por cauces fulgurantes,
llenos de estrellas púrpuras, y se inclinó
apacible sobre él la verde rama,
como una blanca amapola desde sus nubes de plata.
Tendida en el bosque de avellanos
juega con sus estrellas.
El estudiante, quizá un doble,
la sigue con la vista desde la ventana.
Detrás de él está su hermano muerto,
o tal vez baja por la vieja escalera de caracol.
A la sombra de los pardos castaños
palidece la figura del joven novicio.
El jardín está en el ocaso.
En el claustro revolotean murciélagos.
Los hijos del portero dejan de jugar
y buscan el oro del cielo.
Acordes finales de un cuarteto.
La pequeña ciega corre temblando por el camino
y después su sombra va a tientas por muros fríos,
rodeada de cuentos y leyendas sagradas.
Hay un navío vacío que al atardecer
desciende por el negro canal.
En las tinieblas del viejo asilo caen ruinas humanas.
Los huérfanos yacen muertos junto al muro del jardín.
De alcobas en penumbra
surgen ángeles con alas manchadas de barro.
Gotean gusanos de sus párpados amarillentos.
La plaza de la iglesia es sombría y silenciosa
como en los días de la infancia.
Sobre pies de plata se deslizan antiguas vidas
y las sombras de los condenados
descienden hacia las aguas suspirantes.
En su tumba juega el mago blanco con sus serpientes.
Silenciosos sobre el calvario
se abren los dorados ojos de Dios.
Primavera del alma
Grito en el sueño,
por calles oscuras avanza el viento,
del ramaje aflora el azul primaveral,
el rocío púrpura de la noche adviene
y alrededor se apagan las estrellas.
Verde amanece el río, plateados son los paseos antiguos
y las torres de la ciudad. Ah, la suave embriaguez
de la barca que se desliza y el oscuro cantar del mirlo
en jardines de la infancia. Ya se aclara el rosado velo.
Las aguas murmuran ceremoniosas.
Ah, las húmedas sombras de la pradera,
el animal que avanza; intenso verdor,
los ramajes floridos tocan la frente cristalina;
vívido balanceo de la barca.
El sol murmura sobre las nubes rosadas de la colina.
Grande es el silencio de los abetos,
las graves sombras en el río.
¡Pureza! ¡Pureza!
¿Dónde están las terribles veredas de la muerte,
del gris silencio pétreo, las rocas nocturnas
y las inquietas sombras? Radiante abismo del sol.
Hermana, cuando te encontré
en el claro solitario del bosque
era mediodía y vasto el silencio del animal;
blanca estabas bajo una encina silvestre
y florecía plateado el espino.
Poderosa la muerte y la llama que canta en el corazón.
Oscuras aguas rodean el juego de los peces.
Hora de la desolación, silenciosa vista del sol.
Es un ser extraño el alma en la tierra.
Sagradamente anochece el azul sobre el bosque abatido
y repica una sombría campana en la aldea;
compañía apacible.
Sobre los pálidos párpados del muerto
florece el mirto silencioso.
Suaves suenan las aguas al declinar la tarde
y en la orilla verdea con intensidad la hierba,
fulgor en el viento rosado;
el dulce canto del hermano en la colina crepuscular.
Queja
Sueño y muerte, águilas de tiniebla,
rondan rumor de noche esa frente:
a la dorada imagen del hombre
parece engullir la ola helada
de lo eterno. En arrecifes estremecedores
púrpura el cuerpo zozobra.
Y se alza la oscura voz en su queja
de la mar.
Hermana en turbulenta pesadumbre,
mira una barca de angustia sumirse
entre estrellas
en el callado rostro de la noche.
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