Por: Mario Pera
Su casa es un santuario. Un largo camino de laja se abre paso entre diversas flores y arbustos para dar la bienvenida a los visitantes. En el interior de la construcción, un enorme vitral de color carmesí intenso descansa junto a una escalera de madera que conduce al segundo piso y, con ello, al corazón que da fuerza a la casa. Es verano y, desde aquel vitral, se filtra una luz densa, sanguínea, una llamarada ante la cual todo flaquea. Todo menos un gigantesco cuadro que reposa sobre la pared interior de la sala, un lienzo en tonos azules con un pórtico negro del que brota un gran trazo rojo que debió ser teñido con la misma sangre de aquel corazón infatigable. En la sala, varios huacos nos circundan, nos observan, se elevan sobre las mesas y repisas como tótems de un tiempo lejano que han hallado un nuevo hogar entre sillones estilo Barcelona y paredes adornadas con pinturas de arcabuceros y ángeles de la Escuela Cuzqueña. Sin embargo, nada en esa casa pierde su misticismo, la historia que por algún azar lo trajo hasta esa ubicación.
El hombre que baja las escaleras con paso cansino y apoyado en un bastón, ha sido partícipe de la transformación de las artes plásticas en nuestro país. Y, por afinidad, fue compañero de vida y testigo del trabajo de algunos de los más trascendentales escritores nacionales y extranjeros. Amigo de tres Premios Nobel, agnóstico consumado y lector empedernido, tal vez sea esta última característica la que lo llevó a forjar casi una hermandad con los escritores y no con los artistas de su rubro. Su nombre, Fernando de Szyszlo.
Una puerta tallada conduce a una sala cuyas paredes están revestidas por libros, cientos de libros de pintura, poesía, novela, ensayo y textos inclasificables que conforman el grueso de su biblioteca. A la par, se lucen imponentes cuatro esculturas del tamaño de un hombre, poniendo la cuota íntima las varias fotografías del pintor con amigos célebres y otras de escritores que nunca conoció, pero que los siente casi como lo fueran, dice. Una foto, en particular, resalta sobre las demás. En ella aparece de Szyszlo junto a un jovencísimo Jorge Eduardo Eielson, ambos frente a la catedral de Notre Dame en los primeros días de su arribo a París.
Su vínculo con los escritores y con la literatura es largamente conocido. No han sido pocas las veces en las que una novela, poemario o, incluso, un poema lo atraparon hasta que logró dejarlas ir dándole forma en un lienzo. Aunque solo queda como evidencia el nombre de algunas de sus series de pintura. Sin embargo, no todo fue bohemia y arte. Creció acompañado por el luto de su abuela, desolada por la temprana pérdida de su hijo, Abraham Vadelomar. Así como muchas décadas después, le tocó ver a la madre de sus hijos, Blanca Varela, desolada y sumiéndose en una enfermedad cerebrovascular acelerada por la muerte de su hijo Lorenzo en un accidente de aviación.
Pero su casa es un santuario. Junto a la gran biblioteca se abre una sala menor en la que conserva sus libros más queridos, los de sus amigos, los de los escritores que más han nutrido su pintura. Y entre los estantes, enmarcado entre dos vidrios, reposa una de las reliquias de la “religiosidad” poética latinoamericana. Es Vallejo, o un mechón de su cabello, todo lo que se atesora en nuestro país del mayor poeta peruano. Tan poco pero, a la vez, tanto y, junto al mismo, un papel amarillento, oxidado por el paso de casi un siglo, una hoja que conserva un escrito a máquina del poeta en el que se dejan ver algunas correcciones de su puño y letra. Eso es todo lo que nos queda de él, murmura de Szyszlo.
Hace unos meses, el principal pintor abstracto del país fue internado de urgencia en una clínica de la capital. Un mal respiratorio lo alejó de su taller y de su biblioteca por varias semanas y se temió lo peor. Sin embargo, Fernando de Szyszlo es fuerte. Sus casi 90 años no lo detienen y su pincel continúa en alto, como un pararrayos que espera una descarga de la naturaleza para dar ignición a su creatividad.
- Estudiaste en el colegio Inmaculada. ¿qué recuerdos tienes del colegio, de tu infancia con los jesuitas?
- Tengo buenos recuerdos en realidad. Ahora, la parte oscura que tengo de esos recuerdos era la época de la Guerra Civil española y que los jesuitas eran totalmente franquistas y no habían evolucionado. Nos hacían cantar el himno de la falange española todos los días, e íbamos a misa todas las mañanas. La última vez que he ido a misa en mi vida ha sido el último día de clases en el colegio de la Inmaculada, en el 41.
- ¿Cómo te definirías: agnóstico, ateo? ¿En qué momento dejaste de creer?
- Agnóstico es más literario que ateo, pero no creo en nada absolutamente. Dejé de creer cuando salí del colegio, seguramente por un lado estaba intoxicado de misas y ceremonias y, de otro, tuve una evolución intelectual, política y personal hace mucho tiempo, te digo, no voy a misa desde 1941 [risas]. He ido a matrimonios o a misas de difuntos, pero como acto de presencia social, sin ninguna convicción.
- En un primer momento decidiste estudiar arquitectura. Estudios que dejaste. ¿Cómo nace tu vínculo con la pintura?
Ingresé a la UNI, era muy difícil ingresar en esa época, no sé si ahora es tan difícil. Estudié Arquitectura un año y medio y luego de ese tiempo decidí mejorar mi dibujo, me matriculé en un curso nocturno de dibujo en la Católica y ahí descubrí mi vocación. Dejé la Arquitectura y pasé a estudiar Pintura en la Católica con Winternitz hasta el año 1946.
La vocación para la pintura no la tenía, era una persona cultivada, enfermiza y como en mi casa había muchos libros, los libros de Abraham Valdelomar, el poeta, toda su biblioteca estaba en mi casa además de los libros de mi padre que también era un buen lector, entonces, toda mi vida leí. No me acuerdo de una época en la que no haya escuchado música clásica o en la que no haya leído, no me acuerdo. O sea que mi sensibilidad es más por la literatura, tenía inquietudes literarias.
Y comencé a estudiar Arquitectura, casualmente, porque me daba cuenta de que tenía una cierta sensibilidad artística y, al mismo tiempo, que tenía mucha facilidad para las matemáticas, era la única disciplina que me era fácil. Entonces, pensé que eso haría un arquitecto, equivocadamente [risas].
- Pero tus hijos fueron arquitectos...
- Mis dos hijos fueron arquitectos, uno murió pero los dos eran arquitectos y yo siempre he tenido, sigo teniendo, un interés enorme por la Arquitectura.
- 5. Y, ¿cómo llegas a la plástica?
- El día que comencé a dibujar en la Católica descubrí que eso era lo que quería hacer toda mi vida, y no por Winternitz. Es el camino de Damasco. Es, realmente, darse cuenta qué es lo que uno ha venido a hacer al mundo.
- Pero no terminaste la carrera de Artes en la Católica. Tu aprendizaje siempre fue autodidacta…
- Tampoco la acabé porque la enseñanza, pese a no ser convencional, sí era posimpresionista y mi generación estaba más adelante que eso. Nosotros éramos vanguardistas. Yo estaba haciendo en esa época, al final, pintura cubista y mi primera exposición, que fue en el año 47, era una exposición más bien cubista.
- ¿Y tu primera exposición?
- Fue en el año 47 que hice mi primera exposición. No fue importante por eso, pero sí porque se juntó la agrupación Espacio que era un grupo de arquitectos aliados a intelectuales que decidimos luchar por la Arquitectura moderna. El Perú estaba dominado por la arquitectura colonial, neocolonial. Publicamos un manifiesto en mayo del 47 y, ese mismo año, comenzó a salir una revista importantísima que era Las moradas, la revista que hacía Emilio Westphalen que era muy amigo de nosotros, de nuestro grupo.
- Sin embargo, si bien tu carrera se desarrolla en la pintura, la literatura estuvo siempre alrededor tuyo. Eres sobrino de Abraham Valdelomar. Si bien no lo conociste, ¿cómo te relacionaste con ese tío que fue tan querido, pero también tan criticado?
Claro, él era wildeiano y d’annunziano. Era una persona muy complicada. Yo nunca lo conocí porque él murió 6 años antes de que yo naciera, pero era una persona que, pese a ser d’anunziano y wildeiano, toda su literatura es campesina y rural. Sus mejores cuentos son los que suceden en las aldeas en las que él había pasado su infancia en Pisco, en Ica, y, además, la vocación que tenía de dar conferencias en pueblos chiquitos. En el pueblo más chico del Perú, ahí él iba a dar conferencias sobre arte. Era una persona interesante y curiosa. Se murió de 31 años, muy joven.
Con él no hubo ninguna relación, nada. Los libros quizá, pero yo me he formado con los amigos de mi generación. Mis amigos siempre han sido escritores o arquitectos. Sebastián Salazar Bondy, Sologuren, Eielson, Blanca Varela, ese era el núcleo de nuestro grupo; además, Enrique Pinilla, músico; José Malzi, músico también; Luis Miroquesada, arquitecto.
- Si no es infidencia, ¿qué te comentaban o qué anécdotas te contaban tu madre María y abuela sobre tu tío Abraham?
- Ellas casi no hablaban de él. Mi madre no hablaba y mi abuela lloraba mucho por él todos los días por supuesto. Mi abuela vivía con nosotros y vivió varios años, murió en 1940, cuando yo tenía 15 años. Pero no recuerdo que me hayan contado alguna anécdota de Valdelomar, era una presencia sorda y muy dolorosa. Muy dolorosa para todo el mundo.
- Como has dicho, participaste en la creación de Las Moradas, dirigida por el poeta Emilio Adolfo Westphalen. ¿Cómo llegaste al proyecto? ¿Cómo accedían a las colaboraciones de poetas que luego fueron los más importantes en la poesía nacional?
Yo fui parte del comité de redacción. El proyecto fue todo obra de Emilio Westphalen, él hizo todo. Puso la plata de su retiro de una firma minera en la que trabajaba como contador, pagó la revista y ahí estábamos sus amigos, los que él escogió.
Yo me ocupaba de pintura, Eielson de poesía, Luis Miroquesada de arquitectura, Enrique Iturriaga de música. Era un pequeño grupito que se reunía tarde, mal y nunca. Emilio decidía todo, absolutamente todo [risas]. No había una línea que saliera en la revista que no fuera cuidada por él. Era una persona de una cultura increíble, de esos latinoamericanos que saben de todo. Sólo en América Latina hay esa gente que sabe de poesía inglesa, alemana, de poesía rusa, americana, de todo como Borges, Octavio Paz o como Cobo Borda en Bogotá, que se han leído todos los libros. En México hay muchos, Fuentes era igual así como Cortázar.
- ¿Cómo fue trabajar con Westphalen? Siendo él tan reservado.
- Esa era la parte de la contribución del consejo de redacción, le corregíamos las pruebas a Emilio. Él era una persona que sabía muy bien lo que quería, no había vacilaciones. Era una persona inolvidable Emilio, malhumorado, intransigente [risas]. Al final de su vida siempre venía a almorzar un día a la semana a la casa, un día le digo: Emilio, ¿por qué no vienes mañana? Va a venir Mario Vargas Llosa y una pareja más, vamos a ser ocho, y me dijo: toda reunión de más de cuatro personas me es insoportable [risas]. Muy típico de él. No soportaba a la gente.
- Conversando con Carlos Germán Belli, me comentó que la presencia de Westphalen era casi como la de un sacerdote...
- [Risas] sí, metía miedo a la gente porque era tan severo, tan serio, pero a la vez tan simpático, una persona encantadora.
- Por Westphalen conociste a César Moro con quien tenías varias cosas en común. Estudiaron en el mismo colegio, vivieron en Francia, compartían la pintura y tenían amigos en común. ¿Qué recuerdas de él?
Vivimos en Francia en diferentes épocas. Cuando comencé a pintar y el grupo de la generación del 50 comenzó a producir, Moro estaba en México. Teníamos contacto con él pero epistolar gracias a Emilio [Westphalen]. Después Moro regresó a morir a Lima, estuvo unos 6 u 8 años antes de morir.
Era una persona maravillosa, un poeta de una fuerza increíble. Siempre estaba de buen humor, irónico, despiadado, decía cosas increíbles, hacía unas frases increíbles. Decía: hay que saber llevar los suplicios como un tapado de armiño. Era una persona realmente muy divertida. En materia de Surrealismo era una enciclopedia porque lo había vivido, había pertenecido al grupo de surrealistas desde su fundación en París, o sea que asistía a todas las reuniones en la Place Blanche.
- ¿Y por qué crees que Moro fue, hasta cierto punto, relegado del movimiento Surrealista? ¿Qué tanto influía la homofobia en ello?
Del Surrealismo, sí. Esas son las cosas que tenía Breton. A Breton no le gustaban los homosexuales y, entonces, a los homosexuales siempre los tuvo un poco aparte.
Sin embargo, cuando Breton estaba en el exilio durante la guerra, en México, Moro organizó junto a él la exposición del Surrealismo en ese país y quedó muy vinculado con los surrealistas mexicanos y extranjeros que vivían en México que eran muy importantes. Estaban Wolfgang Paalen, Alice Rahon y Leonora Carrington dentro de los extranjeros y los mexicanos que había muchos
- Has comentado en alguna entrevista que a Moro y a Westphalen no les atraía la música, es raro teniendo en consideración que la poesía de ambos, la de Moro más quizá, tienen una musicalidad propia y muy presente.
- Sí, es que en eso eran discípulos de Breton, que no soportaba la música. Nunca oí a Westphalen hablar sobre música. En esta casa hay música clásica todo el día, desde que me levanto pongo música o sea que en eso no estaba yo muy dentro de la línea. Hay una música en la poesía que no tiene nada que ver con la música en el pentagrama.
- En tu juventud te relacionaste con diversos artistas, escritores de la Generación del ’50. Se reunían en la mítica Peña Pancho Fierro. ¿Cómo eran esos días y noches de fiesta con escritores tan distintos como Arguedas, Salazar Bondy o Eielson?
Todas las noches nos reuníamos en la peña Pancho Fierro. Siempre de lunes a viernes y por la peña pasaba todo el mundo. Todo el que estaba en Lima de paso, Neruda o León Felipe, quien fuera Louis Jouvet, María Casares, a todos los he conocido en la peña. Era un sitio fantástico porque era muy animado.
El Perú es un sitio complicado porque la peña Pancho Fierro era una peña indigenista y nosotros éramos los campeones del antiindigenismo y dimos la batalla contra el indigenismo. Sin embargo, en la peña había unos indigenistas que no tenían nada que ver con la pintura indigenista, estaba Arguedas y ese núcleo indigenista tenía una colección de arte popular peruano magnífica que era de Alicia Bustamante, ahí nos reuníamos con gente de vanguardia: César Moro, Westphalen, los poetas surrealistas y nosotros, que éramos jóvenes vanguardistas. Un grupo muy interesante.
- Supongo que Westphalen no era muy asiduo…
- Sí, Westphalen era uno de los habitudes, lo que pasa es que no hablaba [risas]. Westphalen era un tipo muy divertido. Estaba casado con una chica peruana, de Piura, muy primitiva pero que quería, se esforzaba. Una anécdota es que había unas reuniones en la peña en un sitio largo y hubo una vez una reunión para Jouvet quien vino con Madeleine Ozeray durante la guerra para poner El anuncio hecho a María, L’Annonce faite à Marie. Judith Westphalen estaba a la entrada de la peña y Westphalen estaba a unos doce metros al fondo de la misma y se oye la voz de Judith que dice: ¿Ha visto usted la pieza de Claudel, de Pierre Claudel, El anuncio hecho a María? Y desde el fondo se oye la voz de Emilio que grita: ¡Paul, es Paul! [risas]. Era muy divertido.
- Pero, entonces, Westphalen pese a ser callado tenía un carácter fuerte…
- ¡Ah, sí!, en esas cosas podía ser. Su antiestalinismo, por ejemplo, era feroz. Las discusiones en la peña, porque había mucho estalinista en esa época, eran muy acaloradas y Emilio era muy agresivo…
- ¿Llegaron a las manos?
No, no. Él era un caballero alemán. Ni por asomo. Nunca. No me acuerdo que haya habido una cosa de manos en la peña, discusiones feroces sí pero claro, todo eso es el pasado.
Enrique Krauze, el mexicano que publica Letras libres, decía el otro día que el último marxista que haya sobre la faz de la Tierra estará en una universidad latinoamericana [risas], porque todo el resto han desaparecido [risas]. En San Marcos, por ejemplo, todavía están en lucha de clases, cosas que ya nadie habla en Europa, ¡nadie habla! Con decirte que el partido comunista francés no tiene representación en el Congreso, ¡ha desaparecido!, no sé si existe local del partido, el que fue hecho por Niemeyer además. Pero cuando yo vivía en París ese era el centro de la política francesa. El partido comunista francés era el partido más importante en Francia, hoy no.
- Un escritor entrañable y poco valorado es Sebastián Salazar Bondy, de quien fuiste un gran amigo, incluso ilustraste algunas de sus publicaciones. ¿Cómo era Sebastián? Tengo la impresión de que era una persona algo reservada, bohemio, muy leído.
Él era un amigo muy querido. Sebastián me presentó a Blanca Varela, a Arguedas y a Mario Vargas Llosa cuando Mario no había escrito sino un cuento con el que ganó un premio por el que se fue a París por 15 días. O sea que en el año 58 Mario no existía como escritor, él tenía 22 años…
Sebastián fue una persona increíble. Lo más generoso, lo más interesado en los demás, en promover la obra de otros más que la suya y, al mismo tiempo, siendo un cristo teniendo que hacer ocho oficios para poder sobrevivir. Era un gestor cultural. Pobre Sebastián, se murió muy joven, tenía 41 años cuando murió.
- Y, siendo artista plástico, ¿cómo te sentías entre tantos poetas?
- Muy cercano, pues soy muy lector de poesía sobre todo. O sea que me sentía completamente cómodo.
- Y con Octavio Paz, ¿qué recuerdas de él?
- Con Octavio hicimos una amistad que duró 40, 45 años, porque hasta cuando Octavio se estaba muriendo me fui hasta México a despedirme de él. Era una persona excepcional. No ha habido en América Latina mucha gente como él. Su cultura, su sensibilidad, su lucidez, su olfato político, nunca se equivocó. Nunca fue estalinista, nunca fue fidelista. Todos nosotros nos movíamos por esos senderos de la izquierda y él siempre sabía exactamente lo que quería. Se peleaba con Neruda y una vez Neruda la abofeteó en México hace mil años. Felizmente, antes de que Neruda se muriera, cuando ya había cambiado su posición, se amistaron.
- ¿Por qué lo abofeteó?
- Por discusiones de política, por el asesinato de Trotski, por Siqueiros. En México eso era pan de todos los días. Estaba Trotski viviendo ahí, Rivera, estaba Neruda que era cónsul en México. Parece que del Consulado de Chile salió Siqueiros con su grupo para asesinar a Trotski.
- Continuará...
- La próxima semana la parte II
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